El Mago Decapitado

En 1928, Martin Munkácsi (nacido Mermelstein Márton; 18 de mayo de 1896 – 13 de julio de 1963) observaba a un mago en su Budapest natal . El mago, posiblemente el ilusionista Ernst Thorn (otrora miembro honorario del Círculo Mágico de Hamburgo), demostró su truco, en el que parece decapitado pero vivo. Para realzar la escena oscura y macabra, una mujer abría una bolsa negra y sacaba una muñeca. Munkácsi inmortalizó el momento con su cámara impía.

Budapest, 1928. En un sótano que huele a gas de carburo y serrín húmedo, un mago se prepara para morir. Lo rodea un público mínimo: una mujer con los labios pintados de una tristeza vulgar, un niño con la cara tiznada y un fotógrafo de nombre impronunciable que aún no sabe que acaba de inventar el movimiento. El mago, de apellido perdido entre los archivos policiales, tal vez un Thorn venido a menos, coloca su cabeza en el tajo de madera con una solemnidad teatral. La cuchilla cae, el cuerpo se agita, la mujer abre una bolsa negra y de su interior extrae una muñeca. No hay aplauso. Solo el chasquido de un obturador: Munkácsi lo ha visto todo.

Esa fotografía —el mago decapitado, el simulacro de la muerte ejecutado con la precisión de un truco de circo— no fue un retrato, sino una revelación. En ella convivían dos tiempos: el de la desaparición y el de la resurrección. Munkácsi, hijo de una Hungría que aún respiraba pólvora y superstición, comprendió en ese instante que la cámara no servía para fijar la realidad, sino para sostener su imposible movimiento. El fotógrafo como prestidigitador, el mago como víctima de su propio artificio. A partir de entonces, cada imagen suya sería una decapitación invisible: el gesto detenido en su vuelo, la carne suspendida antes de caer.

Cuando en 1928 Munkácsi se marchó a Berlín, la ciudad era otro escenario de ilusionistas: periodistas, artistas, cabareteras, todos fingían no ver el filo que se avecinaba. Él lo intuía. Fotografió a atletas, bañistas, cuerpos en fuga, convencido de que el mundo solo se salva mientras corre. Esa velocidad —la misma que había sentido en Budapest frente al mago moribundo— fue su exorcismo contra el estatismo de la muerte. Por eso, cuando más tarde llegó a Nueva York y enseñó a las modelos de Harper’s Bazaar a moverse, a girar, a saltar, en realidad les estaba enseñando a huir del cadalso.

Cartier-Bresson lo entendió sin necesidad de palabras: aquel fotógrafo húngaro había reemplazado la guillotina por la cámara. En sus manos, el instante era una cabeza que caía y a la vez se sostenía viva. Y Avedon, mucho después, heredó ese truco de resurrección: cada mujer que retrató —flotando, girando, doblándose— era una decapitada sublime, salto sobre la arena, en cada vuelo de tela, en cada cuerpo que desafiaba la gravedad de la moda. Su fotografía más célebre —los tres niños corriendo hacia el agua en el lago Tanganika— no es una escena de infancia, sino un rito de evasión. Cada niño es una cabeza que aún no ha caído, una forma de huida hacia la luz antes de que el filo del mundo los alcance.

El gran Henri Cartier-Bresson (22 de agosto de 1908 – 3 de agosto de 2004) escribió sobre una fotografía de Munkacsi de tres niños corriendo hacia el agua en el lago Tanganyika: «Debo decir que fue esa misma fotografía la que, para mí, desencadenó los fuegos artificiales… me hizo comprender que la fotografía puede alcanzar la eternidad a través del instante».

Pero la ironía del destino, ese otro ilusionista cruel, le aguardaba su propio acto final. Munkácsi murió olvidado en 1963, solo en su apartamento neoyorquino, con la cámara muda y sin dinero. Había enseñado al mundo a moverse, y el mundo lo dejó atrás. Ninguna revista publicó su obituario; ningún editor recordó su nombre. Lo enterraron como a un figurante de su propia fotografía, sin cabeza y sin público.

Y sin embargo, cada vez que un fotógrafo atrapa algo que se escapa —un salto, un giro, un cuerpo al borde de desaparecer—, el truco se repite. El mago vuelve a perder la cabeza, la mujer saca la muñeca de la bolsa, y el ojo de Munkácsi parpadea desde el fondo del tiempo. Porque lo que él entendió aquella noche en Budapest es que toda imagen verdadera nace del instante en que la muerte finge su número y fracasa.

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