Van Gogh pintó como quien pide auxilio.
Carta tras carta. Cuadro tras cuadro.
Como si escribir y pintar fueran la misma cosa: una forma de no desaparecer.
Nunca encajó. Ni en la familia, ni en la iglesia, ni en el mercado del arte. Fue predicador frustrado, vendedor inútil, hermano incómodo. Amó con torpeza, creyó con exceso, sufrió sin pausa. La fe lo desbordaba. El mundo no respondía. La mente se le desordenaba, pero la mirada —esa— era feroz, exacta, despiadadamente lúcida.
Ahí empieza el malentendido del artista maldito.

No fue un bohemio romántico.
Fue un hombre incapaz de adaptarse.
El mito suele reducirlo a la locura, al gesto extremo, a la oreja cortada. Pero ese episodio no es símbolo: es síntoma. El cuerpo pagando lo que la mente no pudo ordenar. El sistema nervioso colapsando bajo una sensibilidad sin defensas.
Van Gogh veía demasiado.
Los colores no describen: gritan.
El trazo no calma: insiste.
Pintó campos que se agitan como si tuvieran pulso. Cielos que giran, que no descansan. Habitaciones que parecen temblar. Girasoles que no celebran la luz: la reclaman. Todo vibra. Todo parece a punto de romperse. Como él.
Su pintura no busca consuelo. Busca verdad.
Escribió cientos de cartas —sobre todo a su hermano Theo— donde explica, justifica, duda, se pregunta si vale la pena seguir. El artista maldito no es el que sufre: es el que no encuentra lugar donde sostener su sufrimiento. Van Gogh trabajó sin pausa, con disciplina, con método. No era caos. Era urgencia.
Vendió un solo cuadro en vida.
Murió pobre.
Murió solo.
Pero no murió ignorante de lo que hacía. Sabía que estaba abriendo algo. Que su pintura no encajaba en su tiempo. Que el reconocimiento —si llegaba— sería tarde.
Y llegó.
El mito del artista maldito se construyó después, cuando el mercado y la historia del arte necesitaron una figura trágica para explicar una obra insoportable de viva. Pero Van Gogh no pintó para ser maldito. Pintó para no apagarse.
No buscó belleza.
Buscó sentido.
Y lo dejó ardiendo en cada pincelada, como una advertencia: a veces el arte no salva, pero dice la verdad con una intensidad que quema.
Y eso —todavía— incomoda.

Deja un comentario